Mujica y el café que no compartió, ni con Perón ni con Cristina

Iván Nolazco

Iván Nolazco

El peronismo era como un café fuerte, torrado, que se servía en cada rincón de la Argentina con la persistencia de un ritual antiguo: nunca dulce, siempre amargo, intenso y, en ocasiones, tan caliente que quemaba las manos de quienes intentaban sostenerlo. José “Pepe” Mujica, sin embargo, nunca terminó de aceptar una taza.

No porque desconociera su aroma, que flotaba en el aire como un presagio, sino porque intuía que aquel café peronista escondía algo más que cafeína: un ingrediente secreto, una pócima que hacía que todos volvieran una y otra vez, sin importar cuántas veces se hubieran quemado.

Un aroma demasiado intenso

Mujica nunca fue indiferente al peronismo. Lo observaba con la mezcla de respeto y recelo con que se contempla una tormenta que se anuncia en el horizonte: podía no entender su lógica, pero sabía que era imposible ignorarlo. En el Río de la Plata, donde el viento lleva consigo los ecos de las pasiones políticas, todo terminaba salpicado por el peronismo. Y Mujica, hombre de conversaciones largas y mates compartidos, nunca encontró en él un compañero de ronda.

Veía en su pragmatismo una elasticidad peligrosa, como la de un río que cambia de curso sin aviso. Él, que había transitado de la guerrilla al gobierno con la sobriedad de quien acepta la historia como viene, no soportaba esa maleabilidad peronista. “No es muy entendible, pero es muy atendible”, decía con su habitual ironía, mientras el peronismo, como un café demasiado cargado, podía ser estimulante en la urgencia, pero desgastante en el largo plazo.

El pocillo del pragmatismo

Mujica entendía el poder como una carga, un destino más que un premio. Sabía que gobernar era transar, ceder, negociar. Pero el pragmatismo peronista le resultaba excesivo, como un café que cambiaba de sabor según quién lo preparara. Mientras él se aferraba a una ética austera y a una política de cercanías, el peronismo oscilaba entre el fervor sindicalista y la seducción empresarial, reinventándose con una flexibilidad que a Mujica le parecía sospechosa. Como si fuera un barco que navegaba sin rumbo fijo, movido más por las corrientes que por la voluntad de su capitán.

El café de las grandes mesas

Mujica era hombre de reuniones sencillas, de encuentros sin estridencias, de política de persuasión más que de espectáculo. El peronismo, en cambio, desplegaba una escenografía monumental, con cánticos que resonaban como himnos antiguos, gestos ampulosos que parecían salidos de un drama griego y relatos de epopeyas y caídas heroicas que se repetían como salmos.

A Mujica nunca le interesaron los mesianismos. En su mundo, los líderes pasaban y las ideas quedaban, mientras que en el peronismo los nombres se volvían dogma, como si la historia se detuviera en ellos. Ese culto permanente a la resurrección de sus figuras era, a sus ojos, una trampa peligrosa, como el café que se deja demasiado tiempo en el fuego y termina siendo más residuo que extracción.

Cristina y el arte de derramar la taza

Con Cristina Fernández de Kirchner, Mujica tuvo desencuentros inevitables. No era enemistad abierta, pero tampoco afinidad. Si él veía la política como la paciencia de compartir una charla pausada, ella la entendía como un campo de batalla. Mujica buscaba matices; Cristina, contrastes absolutos. Donde él encontraba la necesidad del diálogo, ella prefería la reafirmación de antagonismos.

Cuando lo traicionó un micrófono y murmuró aquello de “esta vieja es peor que el tuerto”, no lo hizo con odio, sino con la resignación de quien se da cuenta de que la política argentina está condenada a un eterno retorno. Como un café que se sirve y se derrama una y otra vez, sin que nadie aprenda a proporcionarlo. No le sorprendía que Cristina manejara el poder con la intensidad de un café hirviendo; lo que le inquietaba era que nadie en Argentina pareciera querer una taza más templada.

Un café que nunca fue brindis

Cuando Mujica dejó la presidencia, su imagen se convirtió en la de un abuelo sabio, el que se sienta en la mesa con una taza modesta y un consejo que nadie pedirá, pero que, con el tiempo, resultará certero. No aspiraba a la eternidad ni a la epopeya. Si alguna vez dijo que le habría gustado gobernar Argentina, lo hizo como quien imagina un escenario imposible, un sueño que no estaba destinado a cumplirse.

Pero no habría sido peronista. Su café era otro: austero, sin espuma, sin la dulce ilusión del poder como fin en sí mismo. El peronismo, en cambio, seguirá sirviéndose en Argentina con la intensidad de siempre, esperando nuevos conversos y viejos adictos. Mujica, mientras tanto, seguirá observándolo desde la distancia, con la certeza de que hay brebajes que es mejor no probar, porque, al final, nadie recuerda cómo empezó, pero todos saben que siempre termina igual: con la taza vacía y el aroma impregnado para siempre, como un recuerdo que no se desvanece.

Este artículo se publicó primero en Mendoza Today.