De las guerras bíblicas al conflicto Israel-Gaza: laberintos de violencia y memoria

Iván Nolazco

Iván Nolazco

La religión y la filosofía, esas dos disciplinas que arrastran consigo el peso de los siglos y las preguntas no respondidas, siempre han despertado en mí algo más que curiosidad: una sed insaciable, un impulso constante hacia lo desconocido. No es que me identifique con lo gnóstico en su forma convencional, como un seguidor de sectas o adherente a dogmas anquilosados. Mi afinidad se encuentra en la búsqueda misma, esa que no se conforma con lo visible, que rechaza lo evidente y que, en su inquietud, rasga el velo de lo aparente. Una búsqueda que nos arrastra, aunque sea solo por un instante, hacia aquello que no puede ser nombrado, hacia la frontera de lo inefable, donde la mente se encuentra con su propia finitud y la comprensión se disuelve en el aire.

En algún punto, entre la historia y el mito, entre lo divino y lo humano, se desdibujan las fronteras entre el conflicto moderno y las antiguas guerras bíblicas. La guerra, la violencia, parecen ser los mismos laberintos que recorremos, aunque el paisaje haya cambiado, y las voces que las justifican no sean más que susurros de políticos.

Entre las ruinas de Canaán y las calles polvorientas de Gaza, entre las órdenes celestiales y los pactos terrenales, hay un lugar donde se cruzan las preguntas, donde la memoria es un espejismo que se repite, se desvanece, se redefine. Israel y Gaza, el ruido de las bombas, el zumbar de los drones y el silencio de los muertos, nos invitan a entrar en ese laberinto. A caminar entre sus paredes, a preguntarnos, si no podemos entender, al menos nombrar lo que ocurre.

El laberinto de la historia: el Dios británico

En el Antiguo Testamento, todo parece tener un sentido: Josué, la trompeta, las murallas que caen, y la tierra prometida. La violencia tiene un propósito que parece inquebrantable. Una tierra, un pueblo, una elección divina.

Pero en el siglo XX, los mapas no eran sagrados. No era Dios los que dictaban los destinos, sino los diplomáticos, los gobiernos, los intereses de las potencias, armados con tratados y promesas. 1948, la ONU, y una partición que no dividió tierras, sino memorias. La Resolución 181 no sonó como una trompeta divina, solo el murmullo de los vencedores.

Sin embargo, no sería justo reducirlo a una cuestión de decisiones británicas, porque detrás de todo esto se hallan otros laberintos. El sionismo, el antisemitismo, las viejas tensiones en el mundo árabe. Son estos los hilos invisibles que tejen el conflicto.

Pregunta clave: ¿Es el mismo laberinto? ¿O hemos entrado en otro, donde los dioses han cedido el paso a los hombres, y las promesas eternas son ahora solo acuerdos temporales?

El laberinto de las motivaciones: de lo sagrado a lo profano

En la Biblia, la violencia tiene un sentido divino. La destrucción de Canaán no es solo un acto de guerra, sino de purificación. Israel es el instrumento de Dios, el pueblo elegido para limpiar la tierra de toda impureza. La violencia es un mandato, una respuesta al designio superior.

Pero en Gaza, la violencia ya no tiene ese halo sagrado. Se ha vuelto política. Israel habla de defensa propia, supervivencia, seguridad, mientras que Hamas clama justicia, resistencia, ocupación. Ambos bandos, a su modo, invocan a sus deidades, pequeñas, humanas, llenas de odio, de miedo. La tierra ya no es santa, no es pura, solo es una tierra disputada, una tierra marcada por la sangre y el horror.

Reflexión: ¿Qué queda de lo sagrado en este laberinto? Tal vez lo sagrado ha muerto, y lo que queda es solo el eco de su nombre.

El laberinto del sufrimiento: de Jericó a Gaza

En Jericó, las trompetas resonaron, los muros se desplomaron y la ciudad fue destruida. La violencia, aunque brutal, tenía un fin. Tenía una justificación. Era parte de una narrativa, un propósito.

Pero en Gaza, el laberinto es otro. No hay trompetas, solo misiles que caen sobre casas, que arrastran con ellas a los cuerpos. No hay un propósito, solo un ciclo que se repite: sufrimiento, destrucción y más sufrimiento. Es un laberinto sin salida, sin respuestas. La guerra no purifica, mancha.

El laberinto de la comunidad internacional: de lo local a lo global

En la Biblia, no existe una comunidad internacional. Las guerras son locales, la lucha entre Dios y sus enemigos, y los enemigos de su pueblo. No hay mediadores, no hay observadores, solo una narrativa de confrontación directa.

En Gaza, la comunidad internacional ha entrado en escena, pero se ha perdido en sus propios laberintos. La ONU, las grandes potencias, las organizaciones de derechos humanos están presentes, pero sus palabras no significan nada. La condena es vacía, la acción es nula. La comunidad internacional, atrapada en sus propias contradicciones, ofrece resoluciones que no se cumplen. Y la esperanza de la paz parece tan distante como siempre.

El laberinto de la ética: ¿Violencia justificada?

En los relatos bíblicos, la violencia está justificada por Dios. La guerra no es solo un acto de venganza, es parte de un plan divino. ¿Cómo no obedecer a quien te ha prometido una tierra, un futuro, un destino?

En Gaza, la violencia ya no responde a un designio divino, sino a decisiones humanas. La política, el egoísmo, la falibilidad humana, son los motores de esta guerra. Y cuando la violencia carece de justificación divina, se convierte en lo que es: una tragedia sin más sentido que el dolor.

Una pregunta incómoda: ¿El pueblo de Israel es un pueblo genocida por orden divina?

La pregunta es incómoda y está cargada de ironía. En los relatos bíblicos, sí, Dios ordena la destrucción y aniquilación de pueblos enteros. Israel, obediente, cumple el mandato. Pero en el siglo XXI, las órdenes divinas han sido reemplazadas por decisiones humanas. Los británicos, no Dios, trazaron las fronteras. Los políticos, no los profetas, decidieron el destino.

¿Es Israel un pueblo genocida? La ironía es que, si lo fuera, no lo sería por orden divino, sino por decisiones humanas. Y eso, tal vez, es aún más trágico.

Respuesta subjetiva e irónica:

Sí, pero no. O no, pero sí. Tal vez la pregunta esté mal planteada. Quizás el verdadero genocida no sea el pueblo, sino la historia misma, ese laberinto interminable de violencia y memoria que nos atrapa a todos.

Conclusión: El laberinto sin salida

Al final del laberinto no hay un minotauro, ni un tesoro, ni el paraíso, ni una respuesta. Solo hay más laberinto. Más preguntas. Más sufrimiento. Las guerras de ayer y de hoy se entrelazan, se confunden, se distancian.

Lo que queda claro es que, desde la antigüedad hasta hoy, la violencia genera sufrimiento, y plantea preguntas que nunca tienen respuesta. Mientras el mundo busca soluciones, la paz sigue siendo una sombra, tan lejana como siempre.

Este artículo se publicó primero en Mendoza Today.